Me refiero, sobre todo, a la desregulación financiera mundial, que al principio parecía funcionar tan bien, exhibida con orgullo infantil por Wall Street y sus cohortes. La liberación financiera trajo la mundialización de los mercados, la igualación de los tipos de interés –primas de riesgo aparte–, lo que se consideraba más transparente e impedía la independencia monetaria de los países, más disciplina impuesta por la sumisión a los mercados. Un país no podía, y se suponía bueno, tener plena autonomía monetaria, pues o su tipo de interés o su tipo de cambio reaccionarían y anularían sus intenciones. Si estas eran aumentar la inflación para reducir la tasa de paro, siguiendo una curva de Phillips propia, encallaría irremediablemente en una subida de tipos de interés y una devaluación de su divisa que impulsaría al alza la inflación.
Desde luego, las cosas no fueron tan automáticas, pero sí que hubo un estrechamiento de los límites, e incluso un prurito de países por autocontrolarse, fijando su tipo de cambio para así someterse a la política monetaria de un país “serio”, como la Europa del Sistema Monetario Europeo y Argentina con su Currency Board.