El impacto de la G

Julián Romero* | La controversia sobre el uso y significado de la ESG sigue ampliándose. Este comentario pretende argumentar que los debates sobre la G de gobernanza reforzarán el concepto si se alcanzan conclusiones con el máximo consenso, se minimizan las contradicciones y sirve más eficazmente al propósito fundacional de las finanzas sostenibles.
El término ESG se atribuye a un informe publicado por UN Global Compact en 2004 que reflexionaba sobre la idea de incorporar principios de las finanzas éticas en los mercados de capitales. La iniciativa fue impulsada por el entonces secretario general Kofi Annan.
Eran los años en que el riesgo asociado a la gobernanza se había exacerbado como consecuencia de la quiebra de Enron, episodio que cambió para siempre las estructuras de la gobernanza corporativa.
En ese contexto, incorporar los factores medioambiental y social a la gestión de las compañías fue un ejercicio visionario y de enormes implicaciones, como podemos atestiguar hoy en día. Mientras el riesgo de gobernanza se incorporaba de lleno en los análisis de riesgos crediticios y financieros en la primera década del siglo actual, el correspondiente a los factores social y medioambiental no lo hace hasta mediada la primera década y, especialmente, como consecuencia del Acuerdo de Paris en 2015.
En todo este periodo, el factor G ha sufrido una importante modernización, evolucionando y consolidándose como un riesgo intrínseco a la evolución del negocio, a su influencia en la competitividad y con un sesgo de impacto en el corto plazo.
Desde el Say on Pay hasta la actual cultura dominante del engagement, o a la esperada Directiva sobre diligencia debida en Europa, la importancia de una adecuada gobernanza ha ido en aumento hasta convertirse en un factor determinante y eminentemente económico.
En esta dinámica, se observa un distanciamiento del factor G de los factores E y S, que se acrecienta si lo observamos desde la perspectiva de un inversor con sensibilidad al impacto. Las mediciones que se concretan en forma de rating, scoring, etc. están ponderadas por los tres factores E, S y G, con uniformidad sectorial y geográfica.
Este modelo acrecienta la inconsistencia en el resultado de los análisis por un lado y la confusión y desconfianza en el inversor final por el otro. Recordemos la dificultad de medir muchos de ellos y, cuando se consigue, en muchos casos se observan grandes disparidades en sus valores en función de la industria o geografía. Atendiendo a su propósito, los dos principales enfoques prácticos que tenemos son: por un lado, la ESG como medida del riesgo que esos factores o su ausencia infieren sobre el valor de la compañía y que el gestor de inversiones debe integrar en su análisis; y, por otro lado, el enfoque de la ESG como medida del impacto que esos factores infringen sobre el entorno social y/o medioambiental, y esto es lo que realmente importa al inversor finalista.
Estos dos enfoques, a veces son confluyentes, pero a veces no. Desde el enfoque riesgo, la G está perfectamente incorporada en las calificaciones crediticias y está testada su justa influencia junto a otros factores económicos a corto plazo. Desde el enfoque de impacto, la G incorpora un peso muy limitado a los fundamentales que el activo produce en el medioambiente o sobre la sociedad en la que opera en el largo plazo.
La sobreponderación de la G en el análisis de impacto de las inversiones necesita una revisión pormenorizada, ya. Esta, se traducirá en un aumento sensible de la consistencia de los análisis y calificaciones y, por consiguiente, de la confianza de los inversores y los observadores más críticos. Las metodologías actuales de las agencias especializadas están en una fase todavía iniciática y el reto es evolucionar para aumentar la confianza y, en definitiva, reforzar la toma de decisiones de inversión debidamente formadas.

*Presidente del Observatorio Español de la Financiación Sostenible (OFISO)