Juan Pedro Marín Arrese | Cabe dudar de nuestra capacidad de absorción de fondos comunitarios dirigidos a proyectos como la digitalización, que requieren de una sólida base tecnológica. Otro tanto ocurre con la transición ecológica cuyo pleno aprovechamiento requiere de una infraestructura industrial de la que carecemos. Por cada euro invertido en un parque solar, más de la mitad revierte en quien fabrica las placas.
Hemos experimentado en 2020 el mayor cataclismo que se recuerda en tiempos de paz. Desde un sistema sanitario desbordado por la pandemia, hasta una economía seriamente dañada por las restricciones a la actividad y el hundimiento del consumo. No todo ha resultado negativo. Un despliegue sin precedentes en investigación ha logrado poner a punto vacunas para combatir la enfermedad. La respuesta económica ha alcanzado una intensidad de la que careció en la última gran crisis financiera de comienzos de esta década. Esta vez, incluso la Unión Europea, tan remisa a reaccionar con celeridad y contundencia, ha expresado una rara voluntad de mostrarse a la altura de las circunstancias. Su ingente plan de rescate constituye prueba inequívoca de esa toma de conciencia colectiva. Es la primera ocasión en que la solidaridad y la asunción del problema bajo un prisma común se han impuesto a consideraciones nacionales. Cierto es que este esfuerzo colectivo se ha encontrado varado por una disputa política de fondo nada fácil de resolver. Afortunadamente se ha levantado el bloqueo y si no surgen más imprevistos, las primeras dotaciones podrían materializarse en la segunda mitad del próximo año.