¿A qué esperan los grandes fondos de inversión para apoyar la revolución fiscal de Biden?

Manuel Moreno Capa

Manuel Moreno Capa (Director de GESTORES) | La revolución fiscal está en marcha, impulsada por el plan de presidente de Estados Unidos, Joe Biden: aplicar un impuesto de sociedades mínimo del 21 por ciento en todo el planeta. Un plan coincidente con las propuestas del FMI y rápidamente respaldado por distintos países, incluido el nuestro, e incluso por el hombre más rico del mundo y fundador de Amazon, Jeff Bezos. ¿A qué esperan los propietarios de muchas grandes empresas, es decir, los mayores fondos de inversión del mundo, para apoyar también esta ambiciosa reforma?

El mundo se esfuerza por dejar atrás la pandemia y la crisis económica que ha generado. Un esfuerzo que corresponde a todos, pero especialmente a quienes menos han sufrido y a quienes incluso han incrementado sus beneficios gracias al giro que el virus ha provocado en el comportamiento de los consumidores y en la economía en general. Que las grandes multinacionales tributen por lo que de verdad ganan en cada mercado, en vez de recurrir a ingenierías fiscales para desplazar su tributación a paraísos insolidarios, es una propuesta que lleva años chocando con la reticencia de los gobiernos y de numerosos sectores empresariales. Pero ahora, el más influyente poder ejecutivo del planeta, el norteamericano, da un paso al frente y propone ese impuesto mínimo del 21 por ciento. Se evitaría así que los estados dejen de ingresar unos 206.000 millones de euros al año por culpa del desvío de impuestos a paraísos de tributación cero o muy baja, según estimaciones de Tax Justice Network. Que algunos de esos territorios insolidarios sean, además, parte de la Unión Europea y destaquen por sus exigencias de austeridad al resto de socios (como hace, por ejemplo, Holanda), es particularmente injusto ahora, cuando el mundo lo que necesita es todo lo contrario: solidaridad para salir de la crisis.

Si Estados Unidos, el FMI, cada vez más gobiernos y hasta el fundador de Amazon (por cierto, una de las compañías más beneficiada por los efectos de la pandemia) apoyan la iniciativa, ¿cuándo lo harán algunos de los más importantes agentes del mercado, es decir, los grandes propietarios de las multinacionales más grandes del planeta? Por recurrir a un ejemplo de máxima actualidad, ¿saben quién es uno de los principales accionistas de una de las farmacéuticas de moda, la anglosueca AstraZeneca? Pues nada menos que el mayor fondo de inversión del mundo, BlackRock. Esta íntima relación entre grandes gestoras y grandes compañías está generalizada.

Y justo cuando todas las gestoras de fondos se esfuerzan por exigir que las compañías en las que invierten cumplan los criterios ASG (ambientales, sociales y de buen gobierno empresarial), ¿qué objetivo social puede ser más importante que ayudar a los países a aumentar sus ingresos fiscales para colaborar a la salida de la crisis pandémica? Cuando cada vez más fondos se venden con la etiqueta ASG (ESG en la terminología anglosajona), parece imprescindible que esa condición incluya, como parte de la S, unos estrictos criterios de responsabilidad fiscal.

Además, que las multinacionales tributen como debieran y como de hecho hacen multitud de pequeñas y medianas compañías que no entran en ingenierías fiscales paradisiacas, sería también una buena noticia para la inversión en fondos: muchas gestoras apuestan por esas mismas pequeñas y medianas empresas cuyo potencial aumentaría si compitieran en términos de igualdad tributaria con las grandes multinacionales que se benefician del dopaje fiscal.

La insolidaridad fiscal no sólo drena recursos a los Estados y altera la competitividad empresarial, sino que también ayuda a extender la gran mancha del dinero negro y de la economía sumergida. Siempre he dicho que para atrapar a los grandes terroristas y delincuentes internacionales no hay que bombardear desiertos lejanos, sino cercar con todas las de la ley a paraísos cercanos. La revolución fiscal de Biden es la primera ofensiva de esta revolución pendiente. Y la industria de la gestión colectiva debería apoyarla con determinación.