El oro sí es una inversión (también colectiva); las cripto sólo lo imitan

Manuel Moreno Capa

Manuel Moreno Capa (Director de GESTORES) | ¿El calentamiento y agitación reciente de las cripto se parece a la que en algunos momentos sufrió el oro? ¿Son las monedillas virtuales un activo tan especulativo como el dorado metal? Algún Premio Nobel, como Paul Krugman, ha afirmado incluso que el bitcoin se parece al oro en que no puedes comprar nada con él. Pese a ello, el oro no deja de ser una materia prima muy demandada no sólo por quienes aprecian el valor de lo tangible (pocas cosas hay más sólidas que un lingote o una moneda de oro), sino por su importancia para determinadas industrias (y no sólo la joyería) y por su interés como activo de inversión, también a través de fondos.

“Si nada entorpece el proceso de gestación, todos los minerales se convierten con el paso del tiempo en oro”. En su magnífico ensayo “Herreros y alquimistas” (1974), Mircea Eliade resume así las antiguas creencias de que la Tierra, la naturaleza, realiza una “metamorfosis natural de los metales”, en una suerte de proceso embrionario cuyo fin último es que todos acaben convertidos en el más valioso, el oro. Ya en textos chinos del 122 antes de Cristo se habla de esta alquimia natural. Una creencia que desembocó en la búsqueda permanente de la piedra filosofal o de cualquier otra sustancia mágica que pudiera convertirse en oro, como hacía el famoso rey Midas con todo lo que tocaba.

Esta alquimia se ha trasladado ahora al mundo digital, donde han proliferado los “mineros” (es curioso que se haya adoptado el nombre de este antiguo oficio) especializados en generar, de la nada, criptomonedas con las que mucha gente se ha puesto a especular.

Cierto que el oro también ha sido el favorito de grandes tendencias especulativas, particularmente notorias cuando, por ejemplo en los años setenta o en décadas más recientes, las sucesivas crisis (del petróleo, de la deuda, financieras, monetarias, políticas, etcétera) acrecentaban la desconfianza frente a las monedas tradicionales y a la solvencia de los Estados para respaldarlas. Y también es cierto que, como con el bitcoin o como con cualquiera de las otras 8.500 pseudo monedas virtuales, con el oro no puedes comprar nada. “Pruebe a comprarse un coche nuevo con lingotes de oro”, afirmaba recientemente Paul Krugman al comparar al bitcoin con el dorado metal (“El País”, 23 de mayo de 2021). Pero, sin ánimo de querer desmentir al Premio Nobel, si usted acude a buscar liquidez con su lingote de oro, la encontrará de inmediato, y probablemente se dé una agradable sorpresa si compró ese lingote en horas bajas del metal y lo vende en entornos muy inflacionarios que hayan disparado su cotización. Y más fácil aún le será convertir en liquidez sus ETFs o sus fondos de inversión especializados en el sector del oro. Sin embargo, con las criptomonedas, la liquidez es mucho más incierta. De hecho, muchas no son convertibles ni en dólares ni en euros, aunque, paradójicamente, sí en bitcoins… lo cual, por cierto, ha permitido que algunos “mineros” espabilados hayan generado miles de monedillas virtuales para comprar bitcoins, colaborar así a sus calentones alcistas y luego revenderlos pero no a cambio de esa calderilla que ellos extrajeron de las minas digitales, sino a cambio de dólares perfectamente convertibles en bienes de consumo (pero de eso hablaré otro día).

Mucho dinero especulativo se ha volcado en las criptomonedas como antes lo hacía en el oro. Y mucho dinero negro, también: no es pura ficción la imagen del mafioso cargado de oro o que guarda lingotes en un zulo para ocultar su riqueza al Fisco, o del agente secreto que lleva una cadena de oro al cuello con la cual conseguir dinero rápido en ambientes hostiles. Pero ahí acaban las comparaciones. El oro, al contrario que las cripto, es una materia prima, quizás la más deseada, con una producción conocida, con una industria minera y transformadora detrás, con unos mercados regulados, con una demanda real no sólo para especular. Y con posibilidad de acceder a ella a través de distintos instrumentos de inversión colectiva (fondos, ETFs…) supervisados y regulados. Se ha movido con frecuencia por motivos especulativos, pero también por servir como un refugio tangible (¡y tanto!) ante temores inflacionarios, políticos, monetarios…

Como decía hace años un financiero amigo mío, dejaré de estar pendiente de la cotización del oro cuando en las principales calles comerciales de Madrid desaparezcan las personas con grandes carteles, generalmente con fondo amarillo/dorado, en los que se lee “compro oro”. ¿Han visto alguna vez a alguien con un cartel que diga “compro criptos”?  Me dirán que sí, pero no por las calles, sino en las pantallas de móviles y tabletas. Y no es verdad: lo que habrán visto serán muchos carteles de “invierta en criptos”… que no es lo mismo. Nadie está ofreciéndole “tráigame sus monedas virtuales sacadas de la nada que yo se las compro ahora mismo y sin preguntar de dónde han salido”.

Y si eso ocurre algún día, si comienza a ver, por Preciados o por Montera, personas con carteles de “compro bitcoins”, refúgiese en un pueblo, cultive un huerto, crie ovejas y gallinas y confíe en el autoconsumo y en un retorno a la economía del trueque.