¿Fondos para invertir en la China neo maoísta del emperador Xi?

Manuel Moreno Capa

Manuel Moreno Capa (Director de GESTORES) | China lleva mucho tiempo sin convencerme como destino de las inversiones en fondos. Hace más de un año (en agosto de 2021) comenté que no me gustaba nada, entre otras cosas, su amistad con los talibanes; en julio de este año apunté que poner el dinero en el gigante oriental equivalía a apostar por el país que la OTAN considera el mayor desafío estratégico para Occidente de las últimas décadas… Ahora, con su máximo líder Xi Jinping deificado como timonel supremo, a la altura de Mao, perpetuado en el poder con un tercer mandato, reprimiendo cada vez más a su población (como lo prueba su desprecio a las minorías y su absurda estrategia de covid cero) y confraternizando con el tirano criminal Putin, China me gusta aún menos como destino para los fondos de inversión… Por no hablar de que la maquinaria económica del país cada vez está más atascada.

En los tiempos modernos, todas las dictaduras que no acaban evolucionando, retroceden sin remisión. Hasta los regímenes tardo medievales árabes lo han entendido y se esfuerzan por transmitir imagen de modernidad: ya dejan conducir a las mujeres, por ejemplo, y hace tiempo que no descuartizan a periodistas críticos. No es que el cambio sea profundo, sino más bien cosmético, pero al menos se mueven hacia el futuro. Despacio, constreñidos por creencias religiosas que en realidad reflejan el ansia de mantener a las élites en el poder, pero se mueven.

Por el contrario, las dictaduras que no se esfuerzan por evolucionar, por mutar a algo cada vez más parecido a la democracia, involucionan, retroceden y, a la postre, se convierten en un lastre insoportable no sólo para sus ciudadanos, sino también para sus economías. Ahí tenemos casos como el de Venezuela, un país rico en hidrocarburos pero anquilosado en una especie de contra revolución permanente (en la que, por cierto, los líderes están cada vez más obesos). O el de la absurda dictadura religiosa iraní, tan preocupada por el pelo de las mujeres. O el de la Rusia de Putin, que con su estúpida y criminal invasión de Ucrania retrocede hacia un modelo zarista/bolchevique inviable desde el punto de vista económico y social… mientras sus países limítrofes por el oeste avanzan hacia una Unión Europea, que sigue siendo el mejor de los mundos posibles para la democracia, el desarrollo económico y los derechos de los ciudadanos, digan lo que digan los “brexiters” y otros ultranacionalistas/ultraconservadores decimonónicos o de orígenes carlistas (por citar ejemplos más cercanos).

En esta lucha entre evolución o involución, parece que la China de Xi opta cada vez más por la segunda vía. Xi Jinping acumula poder, humilla a sus predecesores, confirma su intención de que China lidere el planeta, aspira a ser líder tecnológico con su estilo típico de piratear de aquí y de allá, sigue mirando con ojos codiciosos a Taiwán… país que, por cierto, nunca fue parte de la nueva China surgida tras la revolución maoísta, sino una escisión de la China anterior (es decir, que el actual régimen de Pekín no puede reclamar algo que nunca tuvo).

Con todos estos condicionantes, China quiere imponer un nuevo orden económico, comercial y geoestratégico mundial. No lo duden. Y el nuevo tirano Xi Jinping acaba de laminar la herencia aperturista de sus antecesores, además de eternizarse para un tercer mandato, que quizás no sea el último, habida cuenta de que tiene 69 años y tal vez sueñe con gobernar hasta los cien. Lo ha hecho en el último congreso del masivo partido comunista del país, 90 millones de miembros, entre los que surgen las élites políticas, funcionariales y económicas de un estado considerado bastante corrupto de arriba abajo, pese a las continuas purgas “aparentes” de líderes corrompidos. Sinceramente, el emperador Xi me da bastante miedo, máxime cuando le permite a su súbdito Putin (a cambio de petróleo y gas barato y de “yuanizar” la economía rusa) hacer lo que le dé la gana, salvo quizás “tirar la bomba”.

Pero en este entorno, la economía china se gripa. Tras un inesperado retraso en la publicación de los últimos datos (dicen en Pekín que para no coincidir con el congreso del partido, pero tal vez para maquillar los datos), China anunció un crecimiento del

3,9% interanual en el tercer trimestre, más de lo esperado, que era un 3,3%. Pero entre enero y septiembre, la subida es del 3% está muy lejos del 5,5%, objetivo del gobierno para todo el año. Y el FMI pronostica que China sólo crecerá un 3,2% en 2022, el ritmo más lento desde los años ochenta (salvo el 2,4 del pandémico 2020). Y desde hace décadas sabemos que si el PIB chino no crece a ritmos anuales cercanos a los dos dígitos, al país le es muy difícil emplear/alimentar/sostener a su ingente población.

La publicación de estos datos de crecimiento no sentaron bien a las bolsas chinas, sobre todo a la de la neocolonizada Hong Kong (otro punto caliente de la represión de Pekín). Además, no gusta nada la sexagenaria composición del nuevo Comité Permanente del Politburó que rige los destinos del partido y, por ende, del país. Ni sus nuevos dirigentes afines, ni los anuncios de Xi en el congreso dan muestra alguna de reformismo económico, sino más bien de todo lo contrario. Y el máximo y perpetuo líder chino ha repetido ante sus siervos del partido que pretende regular los ingresos excesivos y la acumulación de riqueza, lo que ha provocado que los inversores recuerden que, cuando quiere y como quiere, Pekín suele intervenir en las empresas chinas –cotizadas o no– e incluso, si le apetece, es capaz de frenar en seco cualquier intento de salir a Bolsa. Que se lo digan a Ant Group, la financiero-tecno filiar del gigante a Alibaba, que en noviembre de hace dos años iba a ser la mayor salida al mercado de la historia hasta que el gobierno de Xi Jinping la frenó en seco. Fue un hito en lo que ya es una costumbre: investigar (léase “purgar”) y repartir sanciones entre los gestores de empresas que se salen del carril oficial.

A todo esto se une la pugna comercial. Más allá de los alardes poco concluyentes realizados frente a China por el tonto de Trump, la administración Biden se toma mucho más en serio la amenaza asiática. Lo demostró el pasado 14 de octubre cuando Washington anunció que ninguna empresa podrá suministrar a las compañías chinas semiconductores que incorporen tecnología “made in USA”. Es, sin duda, el más radical control a las exportaciones decretado por Estados Unidos en los últimos años y pretende evitar que, valiéndose de tecnología norteamericana, los chinos avancen en áreas como inteligencia artificial, supercomputadores, armas de última generación…

Con todos estos ingredientes, unidos a la crisis inmobiliaria y de deuda del país, o a su absurda y nacionalista oposición a las vacunas occidentales (que deriva en la imposibilidad de inmunizar a la población sólo a base de brutales confinamientos), cada vez se me hacen más indeseables los fondos de inversión que apuesten por acciones chinas. Fondos asiáticos en general, quizás; fondos de renta variable internacional sin títulos del gigante asiático, sin duda. Pero no me parece una buena idea meter dinero en el nuevo imperio de la dinastía Xi, dispuesta a construir otra Gran Muralla desde la que dominar el planeta y, al tiempo, someter aún más a sus más de 1.400 millones de habitantes (salvo, quizás, a los dóciles 90 millones de miembros de un Partido Comunista que vuelve descaradamente al maoísmo).