¿Invertiría usted en un país socio de los talibanes… como China?

Manuel Moreno Capa

Manuel Moreno Capa (Director de GESTORES) | El pasado 29 de julio vi en el periódico (“El País”, página 7) una foto estremecedora: uno de los mulás fundadores de los talibanes afganos, Abdul Ghani Baradar, se fotografiaba junto el ministro de Exteriores chino, Wang Yi. Durante una ceremoniosa reunión celebrada en Tianjin, ambas partes se comprometieron a cooperar: los talibanes evitarán que ninguna fuerza islámica use su territorio para atacar China, mientras los chinos ofrecen a los nuevos amos de Afganistán incluir al país en su gran proyecto comercial de las Nuevas Rutas de la Seda. No se habrán extrañado demasiado los inversores que de verdad saben a qué se atienden cuando apuestan por fondos especializados en el gigante oriental.

Quien invierte en acciones chinas ya sabe de sobra dónde se mete. “Invertir (en China) tapándose la nariz”, titulé esta misma columna en octubre del año pasado, cuando subrayaba que la economía asiática sería de las primeras en salir de la crisis, por lo que, quien superara la escrúpulos de asociarse a un régimen como el de Pekín, podría incluir fondos chinos, o fondos asiáticos con acciones chinas, en carteras bien diversificadas.

Los inversores avisados tampoco se habrán sorprendido demasiado de las recientes turbulencias del mercado bursátil chino, agitado por decisiones políticas que, no en vano, emanan de una dictadura comunista, pero de las de verdad (sí, ya sé, también Cuba lo es, aunque descafeinada, igual que hay otras dictaduras no comunistas, pero sangrientas, con las que también hacemos negocios). Sin olvidar que, además de ser una dictadura, China representa lo peor del capitalismo más salvaje y, encima, teledirigido por el Gobierno.

El frenazo y desplome de las cotizaciones de las acciones chinas este verano (con caídas este año superiores al 25 por ciento en los principales índices y de más del 40 por ciento en el tecnológico Hang Seng Tech, en mínimos históricos) se debe al reciente veto de Pekín a las inversiones foráneas en el sector educativo chino y a la apuesta del Partido Comunista por una radical ofensiva contra los empresarios que acumulan excesiva riqueza y además se atreven a criticar al régimen (a más de uno ya le han metido en la cárcel). Pekín también arremete contra sus propias empresas tecnológicas, tan voraces como las occidentales: ya vimos cómo en noviembre el gobierno chino frenó en seco la enorme salida a Bolsa del Ant Group, del magnate Jack Ma, mientras que más recientemente los gobernantes chinos señalaban con dedo acusador a tecno-gigantes amarillos como Tencent, Alibaba o Didi (el Uber chino) por su afán de acumular beneficios desmesurados.

En su primer centenario, celebrado el 1 de julio, el todopoderoso Partido Comunista Chino (que tiene noventa millones de afiliados, tantos como la población de Alemania, y que agrupa a la “aristocracia” que lidera el país) puso el foco en su lucha por la igualdad, con un renovado ímpetu por frenar los crecientes costes educativos, sanitarios e inmobiliarios, considerados los principales obstáculos para que el conjunto de la población mejore su nivel de vida.

¿De qué sorprenderse? Son comunistas armados con las más crudas armas del capitalismo salvaje pero, siempre, bajo control de un Estado también radical en su política de “aquí se hace lo que yo digo”. Pregúntenles a los ciudadanos de Hong Kong, donde se acabó aquello de “un Estado, dos sistemas”. En China sólo hay un sistema. Punto. Y si Pekín no se atreve con Taiwán es porque tampoco le merece la pena enfrentarse demasiado al amigo americano de la China no comunista.

La última prueba del peculiar estilo chino es su foto con los talibanes. No son nuevas las buenas relaciones entre Pekín y los radicales que imponen en Afganistán leyes medievales. Lo más paradójico es que la reunión de julio logró que los fieros defensores del islam más rancio se comprometieran a no permitir que nadie use territorio afgano contra China. Una clara amenaza contra el Movimiento Islámico del Turquestán Oriental, un grupo radical uigur al que Pekín acusa de terrorismo, justo cuando el Gobierno chino está reprimiendo sin contemplaciones a los uigures, los últimos musulmanes que quedan en la inmensa China y a quienes han cerrado sus mezquitas y están “reeducando” en masa. Ya ven la paradoja: los talibanes –los mismos que se llenan la boca con proclamas de “su” verdadero islam, islamizan a sangre y fuego cada vez más territorio en Afganistán y someten a la mujer bajo el infame burka–, se muestran dispuestos a impedir que otros musulmanes (seguro que menos radicales que ellos mismos) molesten al todopoderoso amigo chino que les va a abrir a los mulás las Nuevas Rutas de la Seda… y mucho más.

Ni el Imperio Británico, ni la Unión Soviética, ni los Estados Unidos pudieron doblegar Afganistán, pero si podrá hacerlo China, por la vía directa de “comprar” a los nuevos amos islámicos del país y a adquirir también pronto los territorios (sobre todo mineros) que interesen a Pekín. Algo que ya lleva muchos años haciendo en África, en Latinoamérica y hasta en Estados Unidos, donde empresas estatales chinas se hacen con grandes extensiones de tierras ricas en materias primas minerales y agrícolas.

¿Qué dirán frente a todo esto los fondos de inversión que alardean de ser ASG? ¿Tendrán acciones chinas siempre que sus emisores sigan correctas políticas ambientales, sociales y de buen gobierno, aunque los reguladores de estas compañías sean una dictadura comunista-capitalista pura y dura? ¿Qué puede hacer el inversor? Tal vez, seguir tapándose la nariz o, mejor, apostar por fondos asiáticos (no exclusivamente chinos), dónde sí puede encontrar rentabilidad en compañías no sometidas a los dictados de Pekín e incluso beneficiadas por el flujo de dinero que huirá de los valores del nuevo imperio –incluso de los tecnológicos– para refugiarse en otros de sus más previsibles y razonables vecinos asiáticos.

Ojo, que también invertíamos en Estados Unidos cuando Washington apoyaba a los guerrilleros del islam enfrentados a los soviéticos. Recuerden la maravillosa película “La guerra de Charlie Wilson” (2007), protagonizada por Tom Hanks y Julia Roberts, que narra los esfuerzos de los legisladores norteamericanos por facilitar armamento moderno a los muyahidines afganos; o incluso una escena de “Rambo III” (1988) en la que el inefable guerrero americano alaba el celo religioso de los luchadores islámicos contra el comunismo ruso… los antecesores de quienes en 2001 derribaron las Torres Gemelas y de quienes ahora se llevan tan estupendamente con los comunistas chinos.

¡Cómo cambia el mundo, verdad! Por eso, mejor diversifique su cartera de fondos y no se case en exclusiva con nadie.