Los mercados pasan de Afganistán… por ahora

Manuel Moreno Capa

Manuel Moreno Capa (Director de GESTORES) | Dejar Afganistán en manos de la dictadura medieval de los talibanes es un desastre humanitario y político, un estridente fracaso de las democracias occidentales. Pero mientras los líderes de ese fundamentalismo suní –tan parecido al wahabismo saudí– se adueñaban de Kabul, las Bolsas norteamericanas se recreaban en nuevos máximos históricos. La teocracia del burka no preocupa a los mercados… por ahora. Pero abandonar a los afganos a su (mala) suerte acabará trayendo consecuencias también a la economía mundial y al mundo de la inversión.

La inflación creciente, el menor crecimiento económico por el impacto de la quinta ola de la pandemia, la progresiva retirada los estímulos monetarios de la Reserva Federal americana… Los mercados ya tienen demasiados frentes abiertos como para preocuparse en exceso por Afganistán. Pero, como en el famoso cuento de Augusto Monterroso, cuando los mercados despierten, el dinosaurio todavía seguirá ahí. Por tanto, los inversores no deberían perder de vista los posibles efectos que el nuevo régimen fundamentalista de Kabul puede provocar incluso bastante lejos de sus fronteras.

El primer foco de atención debe ser un eventual resurgimiento del santuario terrorista afgano. Nadie quiere ni volver a pensar en otra ola de atentados como los de las Torres Gemelas, el 11-M en Madrid, etc. Pero, pero, pero… Los chinos, siempre tan descaradamente pragmáticos, ya se han hecho la foto con los nuevos amos de Afganistán para garantizarse la seguridad de su frontera común y para que estos retrógrados islámicos garanticen que los musulmanes uigures de China, duramente reprimidos por Pekín, no usen territorio afgano para inquietar a los líderes del gigante asiático. Como comenté la semana pasada en esta misma columna, se da la paradoja de que unos musulmanes (los afganos) se asocien a los comunistas chinos para combatir a otros musulmanes (los uigures).

Ahora dependerá del nuevo régimen de Kabul que transmita al resto del mundo –particularmente a los Estados Unidos– un aire más civilizado que el visto cuanto estos radicales estuvieron en el poder hace dos décadas. Los talibanes deben insistir en su llamativa campaña de imagen, incluso con sus inéditas ruedas de prensa, si quieren lograr algo parecido a un cierto reconocimiento por parte de Occidente y si quieren recuperar el vital flujo de fondos procedentes del FMI y de las ayudas europeas al desarrollo. Pero yo no esperaría demasiado. O se sientan de verdad a negociar algo parecido a un gobierno homologable, a una transición hacia alguna fórmula aceptable para el resto del mundo, o Afganistán volverá a encerrarse en sí mismo, en su miseria, en su corrupción y en su feudalismo, lo que será el mejor escenario para quienes quieran convertir al país en un siervo del wahabismo saudí, de los pakistaníes, de los rusos o de los chinos.

Estos últimos ya han prometido a los talibanes incluir a su montañoso país en las nuevas Rutas de la Seda. Y Pekín sin duda tiene la vista puesta en los importantes yacimientos de cobre, tierras raras y petróleo que atesoran las montañas y valles afganos. Pero explotarlos requeriría una estabilidad política aún lejana, así como masivas inversiones imprescindibles en una orografía tan compleja y en un país con tan pobres infraestructuras.

Pero, igual que para Moscú, para Pekín es una victoria que Estados Unidos se bata en tan desordenada retirada después de veinte años de presencia en Afganistán. Rusos y chinos tienen ahora una nueva oportunidad de ganar protagonismo en el escenario oriental, aunque también los norteamericanos tienen las manos más libres para concentrarse en que Irán vuelva de su mano al acuerdo nuclear firmado en 2015. No olvidemos que el teocrático régimen de Teherán es chiíta, totalmente apuesto al suní de Kabul.

Sin embargo, si los talibanes vuelven a sus andadas medievales, reprimen salvajemente a los afganos –y más aún a las afganas–y, además, fomentan otra vez los criaderos de terroristas, todo eso se convertirá, antes o después, en agitación para toda la zona, lo que significará turbulencias y volatilidad en los mercados del gas y del petróleo, en posibles tensiones inflacionarias y, en el peor de los casos, en temores de que el terrorismo ataque de nuevo, con sus trágicas repercusiones en pérdidas de vidas humanas y, también, en impacto sobre los mercados.

Esperemos que no se llegue a tanto y que, de un modo u otro, Afganistán consiga un cierto encaje en el escenario mundial. Al fin y al cabo, no será el primer régimen teocrático con el que tengamos que convivir. Estamos ya acostumbrados a algunos otros (e incluso a sus actos represivos sobre las mujeres o sobre las voces críticas) y a dictaduras como la china, ahora tan condescendiente con los radicales afganos. Además, lo más probable es que el nuevo régimen de Kabul, por más que sea apoyado por China, Rusia, Pakistán y Arabia Saudí, acabe descomponiéndose entre la corrupción, el triste deterioro social y de los derechos humanos, amén de su incapacidad para gestionar una recuperación económica del país. Y si se pone especialmente violento y radical, no descartemos que los drones vuelvan a volar sobre Afganistán… lo cual también sería una pésima noticia.

La receta para el inversor ante semejantes incertidumbres es la de siempre: calma y una adecuada diversificación de las carteras… sin perder de vista ni al dinosaurio, ni a sus inquietantes amigos.